Mientras en nuestras aulas hablamos de cómo adecuarnos a los cambios, de la necesidad de formar ciudadanos con capacidad para vivir en este mundo cambiante…

 Mientras hablamos de educar personas con capacidad de crítica y reflexión, de análisis y de centrarnos en el desarrollo de capacidades personales y profesionales…

Mientras reflexionamos sobre la necesidad de que la escuela de nuestros jóvenes no se centre sólo en contenidos, sino que es el desarrollo de la capacidad de aprender a aprender lo que tiene valor  en nuestra sociedad….

Mientras hacemos todo esto otros, los que legislan, nos proponen (nos imponen) una ley con un marcado carácter ideológico, en la que se nos presenta un panorama decimonónico de presencia de la iglesia en la educación (y peso de su “asignatura” en el currículo), de evaluaciones cualitativas externas que sólo servirán para elaborar rankings (como ya han servido por ejemplo en la CAM). 

Un panorama en el que el dinero público sirve para que unos cuantos hagan negocio con la educación mientras se deja sin recursos a la escuela pública (la de todos y para todos), y en el que la separación por itinerarios garantiza, a mi entender, la segregación y perpetuación de roles y estigmas sociales.